Diez tesis sobre la reforma de la justicia penal en América Latina

AuthorAlberto M. Binder
PositionDirector Ejecutivo del Instituto de Estudios Comparados en Ciencias Penales y Sociales (INECIP), Buenos Aires, Argentina.
Pages138-151

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I La configuración básica de una política procesal transformadora

Este trabajo no pretende ser original sino, lo contrario, sintetizar casi esquematizando, reflexiones anteriores1. La complejidad del proceso de reforma de la justicia penal en América Latina no admite todavía explicaciones demasiado lineales, ya que comprende esfuerzos de diversa naturaleza realizados en la casi totalidad de los países latinoamericanos, con muchos elementos políticos comunes pero otros tantos particulares, provenientes de cada historia nacional2.

No obstante esas particularidades, creo que se puede intentar caracterizar al proceso de reforma regional como un movimiento unitario, que responde a ciertos valores comunes, a problemas políticos similares y a una herencia también común. Al mismo tiempo, cultural e intelectualmente, se ha consolidado progresivamente una forma de comprender al proceso penal y su funcionalidad político- criminal, que ha permitido establecer relaciones de cooperación y trabajo común entre diversas entidades latinoamericanas3.

Para comprender con mayor profundidad el complejo fenómeno de la reforma procesal penal estimo imprescindible, por lo menos, sostener tres perspectivas. En primer, la que surge del «análisis político-criminal», es decir, la que toma en cuenta al problema procesal como parte de las políticas que desarrolla el Estado para intervenir en los conflictos mediante el uso de violencia. Desde esta perspectiva, la cuestión procesal queda subsumida dentro de la discusión político-criminal, que es muy amplia y muy activa en América Latina4.

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En segundo lugar, es necesario sostener una perspectiva histórica. La reforma judicial es un tema histórico, ligado íntimamente al movimiento independentista y republicano de principios del siglo XIX. Ese movimiento adoptó el ideario de la ilustración y dentro de la crítica general al sistema monárquico ocupaba un lugar importante la repulsa al sistema inquisitivo. En la mayoría de los países que se independizaron en esa época se trató de llevar adelante programas ambiciosos de reforma judicial, que en su mayor parte fracasaron. Hacia finales de la cuarta década del siglo pasado ya se encuentra consolidado el viejo sistema español. Hoy, luego de un siglo y medio, el movimiento de reforma no se diferencia en sus bases políticas del gestado en aquellos tiempos5.

Finalmente es necesaria una visión sistémica, ya que el problema procesal penal -y ello vale para el problema penal en su conjunto-, más allá de los atributos específicos, forma parte de los sistemas generales de intervención del Estado en los conflictos sociales y, en forma más general aún, del sistema de control social. El fenómeno de la «inflación penal» -que no ha cesado y en algunos casos se ha acentuado- obliga aún más a una mirada sistémica, porque la propia especificidad de lo penal ha quedado diluida, salvo que se utilice un concepto meramente formal de sistema penal6.

Desde el entrecruzamiento de estas tres perspectivas podemos dotar de mayor riqueza el análisis de un proceso político, social y cultural en marcha y por ello mismo difícil aún de caracterizar con precisión, pero las tesis que a continuación se desarrollarán permiten establecer los requisitos mínimos para incluir a una política de cambio dentro de los objetivos comunes del movimiento de reforma de la justicia penal en América Latina7.

Primera Tesis: El objetivo fundamental de la reforma de la justicia penal es abandonar el sistema inquisitivo -o, por lo menos, iniciar un proceso firme de abandono, sentando las bases de un sistema alternativo-, entendiendo por sistema inquisitivo no sólo a un modelo procesal sino todo un modelo de administración de justicia caracterizado por el tipo de organización inquisitiva (monárquica, verticalizada, dependiente), por el modo de procedimiento inquisitivo (secreto, escrito, burocrático, formalista, incomprensible, aislado de la ciudadanía, despersonalizado) y por la cultura inquisitiva (formalista, ritualista, medrosa, poco creativa, preocupada por el trámite y no por la solución del conflicto, memorista, acrítica)8.

Segunda Tesis: Si bien la reforma de la justicia penal debe abarcar todos los ámbitos donde se halle instalada la cultura inquisitiva, es necesario comenzar por un cambio radical del sistema procesal mismo, ya que es en la interacción que esas normas producen, donde se instala y reproduce principalmente el modelo inquisitivo9.

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Tercera Tesis: Dentro del marco de las tesis anteriores, el objetivo más cercano del proceso de reforma es establecer un juicio oral pleno (entendiendo por tal estructura procesal que garantiza la mayor inmediación, publicidad y contradicción), básicamente que la sentencia sea dictada por un juez imparcial que ha recibido directamente la prueba en un debate verdaderamente contradictorio y público. Ello significa abandonar el proceso escrito, las falsas oralidades e, inclusive, la semioralidad del sistema mixto10.

Cuarta Tesis: No es posible construir un juicio oral pleno sin una vigencia amplia del principio acusatorio. Es decir, sin una separación absoluta entre el juez (imparcial) y un acusador responsable, que haya preparado él mismo la acusación, se haga cargo de ella y la construya de un modo que permita un verdadero contradictorio (requisitos de la imputación: exhaustividad, verificabilidad, concreción, enunciabilidad, etc. )11.

Quinta Tesis: Una amplia vigencia del principio acusatorio impone una amplia participación de la víctima como sujeto real del proceso. El monopolio acusatorio del Ministerio Público fortalece el sistema inquisitivo. Es decir, un sistema acusatorio formal no satisface las exigencias del principio acusatorio como garantía de imparcialidad y del método adversarial12.

Sexta Tesis: No se abandona el sistema inquisitivo si no se constituye efectiva al imputado, como sujeto real del proceso. Ello significa ampliar el conjunto de sus derechos, dotados de efectividad y generar una institución fuerte de soporte. La defensa pública no puede ser pensada como un sistema subsidiario de la defensa privada, mientras no se modifiquen las condiciones de selectividad del sistema penal.

Séptima Tesis: Se debe construir un proceso penal fuertemente orientado hacia la solución del conflicto. Ello es un imperativo que surge del principio del poder penal como «ultima ratio» y modifica los fines tradicionales del proceso penal, que no puede ser pensado únicamente como un proceso de cognición (aunque en tanto impone una condena no puede dejar de serlo), sino como un método de pacificación, abriendo sus puertas a la reparación integral como verdadera «solución del conflicto»13.

Octava Tesis: Para que el proceso penal cumpla adecuadamente sus finalidades debe tener una estructura flexible, que permita una racionalización del uso de sus instrumentos (desacralización). Ello significa una política procesal de control de la sobrecarga de trabajo (que produce el mal endémico de la delegación de funciones, entre otros) y de control de la duración del proceso. La flexibilización no se debe realizar a costa de las garantías procesales14.

Novena Tesis: El proceso penal debe ser permeable a la diversidad cultural. Ello significa tanto un tratamiento específico de las diferentes Page 141 etnias, en especial las aborígenes, como el establecimiento de estructuras procesales más sensibles a las búsquedas valorativas, extendiendo el principio de contradicción hacia esas esferas (cesura del juicio, por ejemplo)15.Décima Tesis: La justicia penal debe provocar una interacción más intensa con los sistemas penitenciarios, creando un nuevo espacio de litigio -y extendiendo, en consecuencia las garantías- vinculado al derecho de los condenados o reclusos y a las finalidades específicas de la ejecución penal.

II Algunas discusiones alrededor de las tesis enunciadas

La primera objeción que se puede realizar es que estas tesis no se hallan todas en el mismo plano. Algunas señalan objetivos políticos, otras concepciones del proceso y algunos otros problemas técnicos específicos. Esta objeción requiere volver a insistir sobre la necesidad de entrecruzar perspectivas que nos permitan superar una visión reduccionista. Pretender caracterizar el proceso de transformación judicial en América Latina desde la ventana de lo que comúnmente se han entendido que son problemas «estrictamente procesales» es el mejor modo de perder el rumbo y construir una línea argumental, aparentemente rigurosa, pero necesariamente superficial16.

La primera tesis nos enfrenta a un objetivo general, ligado directamente a la misma idea republicana. Julio Maier, desde la tradición de la escuela cordobesa de derecho procesal ha insistido, con razón, sobre la conexión entre la idea republicana y una determinada concepción del proceso17, pero es necesario complementar esa visión desde una doble perspectiva. En primer lugar, como lo hace el mismo Maier, desde una crítica general al poder estatal, como producto de la edad moderna. En este sentido, las distintas corrientes del llamado «abolicionismo penal» han servido para enriquecer la crítica al poder penal estatal y hoy son un elemento insoslayable para comprender el desarrollo de la doctrina penal en América Latina. Por otra parte, surgen nuevos desafíos al proceso penal no ya ligados directamente a la idea republicana sino a nuevas formas de democratización del poder, nuevas realidades sociales que influyen en el ejercicio mismo del poder judicial como en su legitimación18.

Establecer un objetivo tan amplio para la reforma de la justicia penal no significa otra cosa que volver al cauce histórico del movimiento republicano. Se podrá objetar que esa amplitud conspira contra el proceso mismo de reforma, ya que es un objetivo imposible de alcanzar en cualquiera de los plazos que sirven para evaluar los procesos políticos concretos, pero precisamente en ello reside una de sus mayores virtudes. El movimiento de reforma de la justicia en Latinoamérica tendrá éxito si logra desencadenar Page 142 (lo que todavía no se ha logrado con fuerza) una línea de pensamiento consistente, con un «corpus» teórico y práctico de crítica radical al sistema inquisitivo que observe con atención su permanente reconstrucción y ponga en evidencia el autoritarismo al que siempre tenderá el proceso penal por la violencia misma de la pena estatal. Mientras el Estado incluya dentro del repertorio de sus respuestas instrumentos tan violentos como la cárcel, el autoritarismo propio del sistema inquisitivo tendrá en ello a su mejor aliado.

Pareciera que existe cierta contradicción entre el objetivo general de la primera tesis y el más acotado de la segunda. Pero ello no es así: se trata tan sólo una visión normativista, que sobreestima el papel que la ley (en este caso un Código Procesal Penal) puede cumplir. Esta objeción merece una aclaración en primer lugar, cuando uno se sitúa en un plano estratégico la pregunta esencial es «¿cómo ordenar los medios para lograr el fin?», si se quiere, más simplemente, ¿por dónde empezar? Lo importante es modificar la interacción de los sujetos en el proceso para comenzar a generar un proceso cultural diferente. Y en un ámbito altamente institucionalizado como el proceso penal, limitado por las formas y alimentado por una cultura ritualista, no existe mejor forma de modificar esa interacción a través de los mandatos legislativos. Por supuesto que ello no agota el conjunto de medidas necesarias, pero establece un punto de partida firme para consolidar una interacción distinta. Recuérdese que, como señala Ferrajoli, en esta distinta interacción (los esquemas monolegales del sistema inquisitivo y adversariales del modelo acusatorio) se encuentra la clave diferenciadora de ambos sistemas y el nexo más profundo entre las concepciones autoritarias o democráticas que nutren a uno u otro19.

Esta segunda tesis se contrapone a la que sostiene que el inicio del proceso de cambio debe estar en los mecanismos de selección y nombramiento de los magistrados, de modo que funcionarios probos, idóneos e independientes, a través de una jurisprudencia creativa, de base constitucional, producirían la modificación deseada. Una vez más, no se trata de discutir la necesidad de lograr esos sanos sistemas de nombramiento. Lo objetable de esta tesis es que ella no sirve como estrategia de cambio profundo. No es posible, por ejemplo, pasar de un sistema escrito a uno oral y acusatorio por este medio. La tesis señalada sirve como mecanismo correctivo de un sistema ya sentado sobre bases sanas, pero no sirve para sentar esas bases, ya que los «jueces reformadores» deberían demoler el sistema anterior (lo que, por otra parte, no ha sucedido históricamente) y no tendrían posibilidades reales de reconstruir un nuevo sistema. En este sentido, los sistemas inquisitivos puros o casi puros (incluso aquéllos disfrazados de oralidad) no pueden ser modificados por esta vía y «desde adentro». Es Page 143 indiscutible si un sistema mixto podría serlo, pero aquí la experiencia histórica ha demostrado que la tendencia ha sido más bien contraria, es decir volver cada día más inquisitivo el sistema mixto.

La tercera tesis suele ser atacada no sólo desde el punto de vista estratégico, sino desde la perspectiva histórica (por la experiencia del desarrollo del sistema mixto) y desde una perspectiva empírica que demuestra el escaso número de casos que llegan al juicio oral. Sin duda el juicio oral es un instrumento delicado que no se utiliza - en ningún sistema procesal - en todos y, ni siquiera, en la mayoría de los casos, pero ello no es un obstáculo para poner en el centro de los esfuerzos de la reforma la instauración del juicio oral, ya que con él podrá faltar mucho, pero sin él falta todo. Además, las funciones del juicio oral exceden lo estrictamente referido al caso. En primer lugar, él constituye la atalaya desde la cual se construye y comprende todo el proceso penal. Esta idea de «centralidad del juicio» surge de su forma adversarial y pública, ligada directamente (como reflejo) de la estructura misma del conflicto, que sirve de «guía» a toda la organización procesal. En segundo lugar, constituye la fuente de legitimidad principal de toda la actividad judicial, inclusive de la figura del juez mismo. Todos los intentos de construir una imagen del juez por fuera del juicio han terminado por generar figuras incomprensibles para la sociedad. Para ella juez es quien hace juicios, en el sentido escénico de la palabra, . De la mano de esta «aparición pública» de la figura del juez, el juicio público se convierte en una condición de generación de poder genuino. La verdadera independencia judicial se logra cuando los jueces tienen poder propio, no poder delegado. Por ello el concepto de independencia es impropio dentro del sistema inquisitivo que, por esencia, se construye sobre la base del poder delegado del monarca poderoso de turno. 20.

En consecuencia, el juicio oral extiende sus efectos benéficos mucho más allá del caso individual. Es una «estructura de comprensión» del proceso, y en ese sentido fortalece todo el sistema de garantías, es una «estructura de construcción» del proceso, y en ese sentido ordena las etapas anteriores (preparatorias) y posteriores (de control); es una «estructura de legitimidad» del proceso, y desde allí legitima la figura misma del juez, es una «estructura de gestación de poder» y por ello es condición positiva de la independencia judicial y es, finalmente, una «estructura de absorción», que permite la institucionalización del conflicto y, desde allí, asegurar las funciones pacificadoras de la administración de justicia y del Derecho en general21.

La cuarta tesis nos enfrenta al problema más difícil del debate latinoamericano. La contraposición entre quienes sostienen que se puede establecer una oralidad plena, con una fase preparatoria de tipo inquisitiva, en la Page 144 que quien debe acusar no prepara su acusación sino que ella es preparada por un «juez» (aunque sería más justo decir por otro fiscal, que en realidad llamamos equivocadamente «juez») y quienes sostienen que la estructura contradictoria del juicio oral reclama un acusador responsable y una acusación consistente y ello se logra sólo cuando el acusador ha preparado la acusación y se hace cargo de ella. En realidad en el sistema mixto el tema es relativizado (como lo es todo el principio acusatorio) porque no se trata de un juicio oral pleno y el juez inquisitivo no sólo se instala en la etapa de instrucción sino que domina también el juicio. La discusión, así planteada, parece de fácil solución, y no se entiende como es posible que aquí radique uno de los puntos centrales del debate latinoamericano. Lo que sucede, en realidad, es que tras esta discusión existe otra realidad, que ahora se ha puesto sobre el tapete.

En primer lugar, esta discusión ha desnudado el hecho de que tampoco es el juez quien prepara la acusación (realiza la investigación) sino que ella se basa casi exclusivamente en una actividad policial sin control ni dirección. En segundo lugar, también ha develado que no existe ningún control de garantías en esta etapa preparatoria del proceso y que si ese control se vuelve efectivo disminuye enormemente la eficacia de la investigación ya que las prácticas de investigación se han acostumbrado a no estar limitadas mayormente por las garantías. En tercer lugar, se ha develado la ineficacia, desorientación institucional y cultural del Ministerio Público, cuyo destino sigue siendo un enigma en nuestros países y que no inspira confianza en la ciudadanía22.

Pero tampoco podemos reducir la reflexión sobre el principio acusatorio a una discusión sobre las funciones y el destino del Ministerio Público. La estructura adversarial del juicio reclama a los protagonistas reales. La sustitución estatal de la víctima ha sido una operación política nefasta, en términos de re-legitimación del sistema inquisitivo y ha sido, en gran medida, la que ha permitido la difusión del sistema mixto durante todo el siglo XIX sin que advirtiera con suficiente claridad que se trataba de la pervivencia de la justicia del «Ancién Regime», bajo el ropaje del centralismo napoleónico y concesiones menores a la fraseología republicana. Este proceso trasladado a Latinoamérica ha sido más nefasto aún, ya que las concesiones fueron menores e, incluso, en muchos casos se pretendió gestar una forma acusatoria dentro del sistema inquisitivo, contradictoria en sí misma, cuyo resultado fue un reforzamiento del carácter autoritario del proceso escrito. Por eso, pasar de la víctima-excusa a una víctima «protagonista» del proceso aparece como un postulado esencial. Ello significa, además, una reflexión renovada sobre la acción pública, aunque sea sobre la base Page 145 de que siempre la acción pública es un «plus» sobre una acción privada, aunque en realidad el único y verdadero concepto de «acción» es el privado, como manifestación del derecho a la tutela judicial. El Estado, como entidad política, no ejerce ningún derecho a la tutela judicial - y menos ante sí mismo - y por ello es impropio (ha sido una ficción necesaria para la operación política de sustento de la estatización del conflicto) hablar de «acción pública»23.

La séptima tesis se vincula a una idea tan esencial como poco advertida. Si el poder penal debe ser utilizado como último recurso, entonces será misión del proceso penal no sólo generar las condiciones cognisitivas (en cuanto a valor «de verdad») que habilitan una sentencia y resguardar los límites y garantías (finalidad tradicional) sino que también será su misión evitar el castigo en tanto sea evitable o minimizado en tanto sea posible (finalidad reductor a, pacificadora o conciliadora del proceso penal). Esto significa un giro copernicano en la construcción y comprensión del proceso penal. Una visión estrecha del sistema de garantías generó esta inadvertencia de las implicancias del principio de «ultima ratio» para el proceso penal, ya que se pensó (aún se piensa) que este principio sólo regulaba el derecho penal sustantivo. Orientar el proceso penal al conflicto todavía escandaliza a muchos procesalistas, para quienes términos como «conciliación», «reparación», «composición» son palabras extrañas al derecho penal, sin saber que ellas fueron esenciales en la historia del proceso penal mismo. Esta perspectiva también modifica la estructura del proceso y genera nuevas tareas para las distintas etapas, en especial para la preparatoria y el procedimiento intermedio. Todavía queda mucho camino que recorrer en la armonización de estas dos finalidades básicas del proceso, pero si el movimiento de reforma busca legitimidad social no puede cerrar los ojos a la simple pero efectiva idea de que no hay mayor legitimidad que aquélla que surge de la efectiva solución de los problemas y no de su repotenciación. Creo que no se ha reflexionado aún suficientemente sobre todo lo que ha perdido el proceso penal por perder el rumbo de la finalidad pacificadora y absolutizar el castigo. En ello hay un vicio de origen del sistema inquisitivo que piensa la administración de justicia del Estado hacia la sociedad y no de ella hacia el Estado.

La octava tesis, para muchos todavía, cae por fuera de una genuino preocupación procesal. Pareciera que el fenómeno de la delegación de funciones, la sobrecarga endémica de trabajo o la mora judicial son problemas «prácticos» que deben ser solucionados con medidas administrativas o mayor «vocación de trabajo». Por el contrario, posiblemente no existan problemas más urgentes y complejos de solucionar que éstos y hasta Page 146 podemos decir que si un programa de reforma de la justicia penal (o un Código Procesal Penal) no incluye una clara y firme política de control de la sobrecarga de trabajo y de duración del proceso, corre grandes peligros de fracasar en los restantes objetivos políticos. Si se trata de reformar la justicia penal de países pobres, como ocurre en la casi totalidad de la realidad latinoamericana, racionalizar los recursos y el tiempo del proceso es una medida esencial e ineludible. Pese a ello, todavía el pensamiento jurídico se resiste a este tipo de medidas, aferrándose a una concepción ética del principio de obligatoriedad del ejercicio de la acción pública (concepción ética desmentida día a día por la dura realidad de la selectividad), muchas veces paralela a una visión formalista del proceso. Por el contrario se debe asumir que la selectividad no es sólo un «defecto» de los sistemas procesales sino un principio que debe ser actualizado con racionalidad y justicia. Esta perspectiva le otorga otra base al principio de oportunidad, a las distintas formas de abreviación del proceso y al régimen de la acción penal, que no sólo deben ser pensados desde sus finalidades propias (o procesales en sentido estricto) sino también como mecanismos de «selectividad orientada», también por finalidades de control de la sobrecarga de trabajo, es decir, por razones de optimización de los recursos24.

La afirmación de que el proceso penal es una institución cultural no sería negada por nadie. Sin embargo la doctrina se ha despreocupado del modo como se construyen las valoraciones dentro del proceso. Ya sea por la tosquedad de la individualización judicial de la pena, o porque no existen espacios de discusión acerca de los valores y las valoraciones, lo cierto es que en este campo los sistemas se refugiaron en el modelo inquisitivo de cognición, es decir, sobre la base de la actividad unilateral del juez. Un proceso penal poco permeable a las culturas se convierte, necesariamente en un sistema de imposición de una cultura determinada. Ello, frente a la realidad multiétnica y pluricultural de América Latina, ahonda el abismo entre el sistema institucional y la vida ciudadana. Aquí no existe una tarea exclusiva del proceso penal sino que todo el Derecho debe perder la centralidad estatal para adquirir una nueva fisonomía, pero ciertamente la génesis de esta nueva configuración de lo jurídico se debe hacer con una alta participación de lo judicial, cuya esencia reside en la capacidad de captar la diversidad (se trata de un poder tensionado hacia el caso individual y, por lo tanto, hacia lo diverso y múltiple) y en ello reside uno de sus atributos definitorios frente a las otras formas de ejercicio del poder25.

Finalmente se halla la cárcel como realidad hiriente y olvidada. La Justicia Penal le ha dado la espalda a la realidad carcelaria y con ello ha debilitado toda su función. La pervivencia de la vieja práctica inquisitiva, Page 147 que se desentendía de la ejecución de las penas ya que ello era un problema de los verdugos y no de los jueces (o del Estado y no de la Iglesia, en la versión canónica) sigue presente en muchos sistemas latinoamericanos, que han establecido una profunda línea divisoria entre la «ejecución administrativa» y la decisión judicial. Pero no se trata solamente de establecer un control judicial sobre la pena. La constitución del condenado como «sujeto» de la ejecución reclama también una forma contradictoria en el desarrollo de la ejecución penal. A partir de este principio se trata de gestar un nuevo espacio judicial, y por lo tanto, un nuevo litigio (que es el nombre de la interacción de los sujetos ante el juez) que gire alrededor de la utilidad de la pena, ya que en un Estado de Derecho el castigo no puede ser simplemente retribución o neutralización, aunque sea por la idea de que ninguna política estatal puede desentenderse de la persona humana, su dignidad y su destino.

Como ya he dicho al inicio de este trabajo, las diez tesis enunciadas sólo constituyen el conjunto mínimo de postulados de una política estructural de reforma. Por supuesto quedan por abajo los intentos de cambio parcial, que retocan el sistema inquisitivo (incluso a veces presentados como cambios globales) o las reformas realizadas en sentido contrario, es decir, como reafirmación de una política criminal autoritaria. Es cierto, también, que lo que ha quedado por fuera de estos postulados mínimos es mucho: los cambios en la organización judicial, la reestructuración del Ministerio Público, la participación ciudadana en la administración de justicia, etc. y ellos son objetivos de enorme valor político. Por otra parte, se debe advertir que en el crisol de cada realidad nacional, sus urgencias, sus posibilidades, su visión particular de cada problema, su historia y su situación social condicionan el proceso de cambio haciendo que pierda pureza pero que gane en «realidad»; esa realidad es, en definitiva, lo que cuenta.

Una aclaración final, que vale también como disculpa. Nuevamente he optado por un tono más cercano a la polémica que a la descripción más apologético que meramente discursivo. Pero no se puede escribir - o no sé hacerlo - sobre una realidad tan viva y tan urgente, sin sentir que cada frase nos interpela, nos impulsa a la acción, nos hace ¿por qué no? perder el rigor del observador sereno. Como alguna vez dijera Luden Febvre, refiriéndose al trabajo intelectual:

«No hay que contentarse con ver, desde la orilla, perezosamente, lo que ocurre en el mar enfurecido».

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[1] Ver los distintos ensayos y artículos reunidos, finalmente, en Justicia Penal y Estado de Derecho, Ad Hoc, Bs. As. 1993; Política Criminal: de la formulación a la praxis, Ad Hoc, Bs. As. 1996 y AAW; La implementación de la reforma de la justicia penal, CPU, Santiago, Chile, 1995.

[2] El movimiento regional de reforma comienza en los primeros años de la década de los ochenta, ligado al proceso de transición democrática y a la progresiva pacificación centroamericana. Como simple noticia de la situación en los países de habla hispana, se puede decir que al presente Argentina se halla en pleno proceso de transformación, ya que en el sistema federal apenas hace tres años que funciona un sistema oral de tipo mixto, varios Estados provinciales adoptaron similares sistemas en los últimos años y ha comenzado la transformación de los Códigos Procesales Mixtos (Córdoba, Tucumán). Sin embargo, Estados provinciales importantes como Buenos Aires o Santa Fe, conservan aún sistemas inquisitivos escritos y recién comienzan la discusión de proyectos de reforma. Uruguay después de realizar una importante reforma en el campo del proceso civil, todavía no ha encarado con fuerza la reforma procesal penal, aunque ya existe un proyecto de nuevo Código Procesal Penal en discusión. En Chile, el Ministerio de Justicia ya ha presentado al Parlamento un proyecto de nuevo Código Procesal Penal. Bolivia y Paraguay tienen proyectos de nuevos Códigos Procesales en discusión. Perú ha seguido un camino complejo. Su Parlamento aprobó un nuevo Código Procesal Penal que no llegó a entrar en vigencia. Por las reformas constitucionales fue revisado y presentado nuevamente al Parlamento que todavía no lo ha aprobado. En Ecuador se presentaron, tanto un proyecto de nuevo Código Procesal Penal (ILANUD, 1992) como otros proyectos de reformas del actual sistema mixto, pero todavía no se ha tomado un rumbo definido. Colombia a partir de 1992 modifica su sistema sustancialmente, aunque es difícil caracterizar el sistema adoptado. Venezuela tiene en discusión parlamentaria un nuevo Código Procesal Penal. En Centroamérica, Guatemala ha implantado un nuevo Código Procesal Penal de base acusatoria; El Salvador tiene un proyecto en avanzada discusión parlamentaria. Costa Rica ya ha sancionado un nuevo Código Procesal, que todavía no entró en vigencia. Honduras tiene un proyecto en discusión parlamentaria. Nicaragua y Panamá ya han nombrado comisiones redactoras de nuevos Códigos Procesales. Este somero panorama muestra que existe mucha actividad pero todavía no se ha salido de las fases iniciales del proceso de reforma.

[3] De fundamental importancia para establecer esta base común de cooperación intelectual y académica ha sido la labor del Instituto Iberoramericano de Derecho Procesal, en especial su tarea de elaboración de los Códigos Procesales modelo, tanto civil como penal. En el plano doctrinal ha sido la labor de Julio B. J. Maier, además principal redactor del Código Procesal Penal modelo, la que ha permitido establecer una perspectiva y un lenguaje común, así como una actualización teórica que ha fortalecido el intercambio científico. Los nuevos Códigos Procesales Penales o los Proyectos en discusión se acercan o se alejan del Modelo Iberoamericano, según decisiones tanto técnicas como políticas, pero todos ellos tienen en él un punto de referencia ineludible. En este sentido ha cumplido cabalmente su misión de modelo, no porque haya sido copiado directamente por los distintos países sino porque ha puesto un «piso» firme, tanto técnica como políticamente al movimiento de reforma en América Latina.

[4] La discusión político-criminal en América Latina es mucho más vasta y también responde a ciertos patrones comunes. No sólo comprende la reforma de los Códigos Penales, la política penitenciaria o la organización policial, sino que está ligada a la discusión sobre el problema de la seguridad en general. Se puede decir que ella está atrapada entre el legítimo derecho a tener seguridad que reclaman los ciudadanos y al utilización del temor Para aumentar los poderes del Estado y debilitar las garantías. Tras esta discusión subyace el problema de la amalgama de Sistemas Democráticos y Estados Policiales como la configuración del nuevo autoritarismo latinoamericano.

[5] Así como el libro Derecho y Razón (Trotta, España, 1995) de Luigi Ferrajoli es una nueva reflexión -realizada con un arsenal teórico complejo y moderno - del programa ilustra do europeo, en América Latina es necesario reconstruir la versión criolla de ese programa y reactualizar sus postulados. Para ello es necesario un trabajo previo de investigación sobre los textos y las opiniones de esa época, ya que muchos son desconocidos o inhallables.

[6] Todo sistema social es un sistema abierto y en ellos la identificación del límite es siempre problemática, ya que se caracterizan por una intensa actividad de intercambio con el medio ambiente. Por ejemplo, desde un pensamiento formal la separación entre la justicia civil y penal es clara. Desde el punto de vista de los intercambios no lo es tanto. La justicia penal asume muchas tareas que fácilmente podrían ser asignadas a una justicia civil y viceversa. También se producen transferencias de ineficacia (v. gr. Las dificultades en la ejecución de títulos, se pretende solucionar con el proceso penal, etc. ). Por ello, el que el proceso de reforma judicial en América Latina no sea armónico (porque la reforma de la justicia civil está en ciernes) constituye también una debilidad del proceso de reforma de la justicia penal.

[7] Ello no significa que estas tesis se conviertan en un «test» o algo parecido. Son más bien postulados que nacen de la experiencia de estos primeros diez años de reforma de la justicia penal en nuestros países, de objetivos y reclamos provenientes de diversos movimientos de opinión, tanto académicos como políticos y de la indiscutible (pero olvidada) adecuación del proceso penal a los Pactos Internacionales de Derechos Humanos y a las normas constitucionales de los distintos países.

[8] Inclusive se podría realizar una caracterización más amplia o distinta del sistema inquisitivo ya sea como un modelo completo de política criminal (como desarrolla históricamente el Malleus Malleficarum de Sprenger y Kramer), o como un modelo complejo de comprensión de lo jurídico como tal, gestado en los inicios absolutistas de la Edad Moderna y reafirmado por la cultura de la legalidad del siglo XIX. De un modo u otro, lo importante es que la simple consideración del sistema inquisitivo como una forma de procedimiento es inadecuada y reduccionista.

[9] Entendiendo por normas procesales a aquéllas que disciplinan la actividad o la interacción de los sujetos procesales en su conjunto o de éstos con el juez, según el concepto de sujeto procesal que se admita. En este sentido lato pueden quedar comprendidas muchas normas que suelen estar en leyes orgánicas.

[10] Sobre la semioralidad y la semipublicidad del sistema mixto, ver Ferrajoli, Luigi; Derecho y Razón, op. cit. pg. 619: «Es claro que la media oralidad de este sistema de compromiso - instrucción escrita y juicio oral - no tiene mayor valor que su media publicidad: las declaraciones orales producidas en el juicio están indudablemente prejuzgadas por las escritas recogidas durante la instrucción, de las que a menudo terminan por ser una confirmación ritual (. . . ) así se ha privado de contenido asimismo a la publicidad del juicio, reduciéndola a simple puesta en escena del material probatorio recogido con anterioridad.

[11] Como ha señalado con acierto Alejandro Álvarez, la doctrina latinoamericana no fue suficientemente clara en establecer la importancia y, menos aún, en extraer las consecuencias de este principio. Ello no se debe a algún tipo de olvido sino a una circunstancia más profunda: se trataba de desarrollar un contenido del principio acusatorio apto para sustentar el sistema procesal mixto, sin entrar en contradicciones. La formulación amplia del principio acusatorio devela con crudeza el verdadero carácter inquisitivo del sistema mixto, así como explorado con rigor devela también la estructura inquisitiva del sistema acusatorio formal.

[12] El sistema inquisitivo está ligado histórica y conceptualmente al poder penal del Estado. El sistema acusatorio formal, más que una modificación de este principio fundamental del modelo inquisitivo es una re-legitimación napoleónica de este postulado. Si además de ello tiene algún significado como garantía de una persecución igualitaria (tal como se sostiene en los inicios de su establecimiento y aún hoy sostienen sectores importantes de la doctrina) es una cuestión que debe ser relativizada dada la historia del Ministerio público en América Latina y las evidentes (e hirientes) condiciones de selectividad del sistema penal en nuestros países.

[13] No tiene mayor trascendencia aquí si se considera a la reparación como una tercera vía del derecho penal o como una solución no penal. Sin embargo realza más la función del principio de ultima ratio conceptualizar a la reparación como una solución extrapenal. Además permite preservar a la reparación de finalidades extraconflicto (prevención general, etc. ) que la desnaturalizarían y pueden ser eficaces para construir nuevas formas de penas, pero no para construir algo mejor que un sistema de penas, como pedía Radbruch.

[14] La idea de flexibilización es más amplia que la de simplificación, aunque la incluye. En el proceso inquisitivo, la sacralidad del tránsito implica un solo camino, una sola vía de tratar el caso, de carácter ritual. Frente a ello el proceso penal, como ámbito de juego debe establecer diversas modalidades posibles, todas ellas marcadas por la idea de juego limpio e igualdad de armas. El proceso debe generar un espacio de interacción (de hecho siempre lo genera) y la pregunta procesal esencial es «¿cómo constituir ese espacio?» Este concepto no afecta la necesaria rigidez de las formas que acompañan a las garantías, ni la idea primera de legalidad del proceso. Afecta a la idea de lo ritual y lo lineal del trámite, que surgen de las condiciones de la palabra escrita y la producción de textos.

[15] Desde esta perspectiva se ha abierto un campo totalmente nuevo para el proceso penal y, en general para el tratamiento de conflictos. La admisión constitucional (iniciada por la Constitución colombiana de 1992) del derecho de las etnias a solucionar sus conflictos conforme a su derecho consuetudinario y la necesidad de generar mecanismos de reconocimiento de esas soluciones ha planteado problemas todavía no resueltos. Diversas constituciones (Solivia, Perú, v. gr. ) reclaman leyes de coordinación de ambas jurisdicciones, pero todavía no se han consolidado ideas alrededor del modelo de coordinación entre estas realidades. Desde otra perspectiva y como criterio general, el nuevo Código Procesal Penal de Costa Rica ha tomado una norma proveniente del Proyecto del Código Procesal Penal del Paraguay que dice así: Art. 342. Diversidad Cultural: Cuando el juzgamiento del caso o la individualización de la pena requieran un tratamiento especial, por tratarse de hechos cometidos dentro de un grupo social con normas culturales particulares o cuando por la personalidad o vida del imputado sea necesario conocer con mayor detalle sus normas culturales de referencia, el tribunal podrá ordenar un peritaje especial, dividir el juicio en dos fases y, de ser necesario, trasladar la celebración de la audiencia a la comunidad en que ocurrió el hecho, para permitir una mejor defensa y facilitar la valoración de la prueba.

[16] Sin embargo, la mejor doctrina procesal latinoamericana ha señalado insistentemente sobre la necesidad de ubicar el fenómeno procesal dentro de los procesos históricos, como clave de una comprensión más profunda de lo procesal mismo. Cf. Vélez Mariconde, Derecho Procesal Penal, T. I. pág. 19. Igual Soler, para quien las «leyes son hijas mortales de un momento histórico» (Historia, Ley y Libertad, Losada, Bs. As. 1943, pág. 19).

[17] Ver Maier, Derecho Procesal Penal, Ida, edición, Ed. Del Puerto, Bs. As. 1996, pág. 391, idea que preside todo el desarrollo histórico que allí se relata.

[18] Por ejemplo, la potente realidad de los medios de comunicación interpela al proceso Penal de un modo nuevo. Así como el principio de publicidad hoy no puede ser pensado por fuera de los mas media, salvo que se lo quiera convertir en una mera formalidad, posibilidad (en realidad abstracta) de concurrir a los juicios, tampoco se puede mantener una visión inocente sobre ese nuevo poder, vinculado a grupos de empresarios, a necesidades Puramente comerciales y sin limitaciones que provengan de un nuevo sistema de garantías Pensadas para ellos.

[19] A mi juicio la falta de un adecuado análisis de cómo modificar la interacción de los sujetos en el proceso ha contribuido al fracaso de muchos planes de capacitación, pensados más como caminos de formación personal antes que como formas de dotar de herramientas de interacción nuevas. Además si el sistema procesal - en especial cuando se trata de sistemas escritos - no permite un juego flexible, entonces lo que producen estos planes es una contradicción interna entre los sujetos más valiosos que, en muchos casos, ha servido para expulsarlos del sistema judicial, anulando los mismos objetivos de la capacitación.

[20] La doctrina tradicional ha encarado el problema de la independencia judicial como «condiciones de resistencia», es decir las formas de proteger a un juez de las presiones, ya sean externas o internas. Frente a esta perspectiva, llamémosla «negativa» de la independencia judicial es necesario construir una doctrina «positiva» en el sentido del modo como debe acumular poder genuino el Poder Judicial. Como un ejemplo de ello ver la historia del caso Marbury vs. Madison, Hermán Pritchett, C: La constitución americana, Tea, Bs. As. 1965, pág. 189.

[21] La construcción histórica del juicio adversarial muestra que existe una referencia directa a la forma misma del conflicto, que también es adversarial por la divergencia de intereses que está en su base. La necesidad de «absorber» el conflicto (institucionalizarlo) para evitar la violencia social han llevado al intento de reproducir ese conflicto. Si la sociedad (y por supuesto los protagonistas también) no encuentran elementos de reconocimiento del conflicto originario en esta institucionalizacíón, se pierde la capacidad de absorberlo y, por ende, de pacificarlo. Ello nos marca que la forma del juicio oral no responde a una construcción puramente jurídica sino que hunde sus raíces en formas de la vida social que han perdurado por siglos y que, posiblemente, estén ligados a elementos naturales de la coexistencia social. Existe pues una relación profunda entre forma del conflicto, forma del juicio y finalidad de la administración de justicia, que reclama una teorización más profunda.

[22] Ver al respecto AAW: El Ministerio Público en Materia Penal, ed. Ad. Hoc, Buenos Aires, 1994; Binder, A. ; Funciones y Disfunciones del Ministerio Público Penal, en El Ministerio Público en el proceso de reforma, CPU, Santiago, Chile, 1994.

[23] Esta reflexión es válida, incluso, para los delitos que afectan intereses colectivos o difusos, ya que allí se torna imprescindible alguna forma de intermediación social, ya que la idea misma de «delito» como acto dañoso, requiere un sujeto social que reclame por él. En el caso de daños a patrimonios o bienes públicos el Estado actúa como «persona jurídica» y no como «poder político». Sobre la nueva posición de la víctima en el proceso ver AAW, De los delitos y las víctimas, Ed. Ad. Hoc, Buenos Aires, 1993. Los nuevos Códigos y Proyectos que reconocen su fuente en el Código Modelo para Iberoamérica se han apartado considerablemente de la participación de la víctima que él propone ya que se encuentra todavía demasiado ligado a la idea del monopolio del Ministerio Público en la persecución penal, de cuño inquisitivo.

[24] Ver, Daniel González Álvarez: La obligatoriedad de la acción en el proceso penal costarricense, Usa, San José, Costa Rica, 1992. Todavía no es usual incorporar el problema de la sobrecarga de trabajo de un modo directo en la reflexión sobre los mecanismos de discrecionalidad y tiende a primar una consideración «sustancialista» del problema. Ambas visiones pueden ser completamentarias y, efectivamente, las soluciones deben ser armonizadas. Por ejemplo, de nada sirve un principio de oportunidad que no produce una descarga de trabajo, como tampoco es admisible una descarga de trabajo que se desentienda totalmente del conflicto, ya que él sigue existiendo se ocupe o no la justicia penal de intervenir en él.

[25] Ver, Binder, Alberto: Independencia judicial y delegación de funciones en Justicia Penal y Estado de Derecho, Ad. Hoc, Buenos Aires, 1993 y Proceso Penal y Diversidad Cultural, en Justicia Penal y Sociedad, Nº 4 y 5, Guatemala, 1993.

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