Palabras inaugurales pronunciadas por el Dr. David Baigún, Profesor de la Universidad de Buenos Aires y Director del Instituto de Estudios Comparados en Ciencias Penales y Sociales (INECIP), Argentina, en el Seminario Internacional sobre Administración de Justicia en América Latina.

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El temario que anuncia el programa expresa, de manera visible, una preocupación común: la crisis de la justicia penal en los países de América Latina y la forma de superarla; en verdad, más que de la repetida formulación de las crisis, deberíamos hablar de las diferencias estructurales de la justicia penal pues, como es sabido, crisis significa una ruptura del equilibrio de un proceso que funciona conforme a un cierto orden, un frenazo de un desarrollo encarrilado en alguna dirección.

Las deficiencias de la justicia penal son, en puridad, sinónimo de falencias del sistema penal. Y un examen de esta problemática resulta ininteligible si al mismo tiempo no se la correlaciona con el itinerario seguido por el propio Estado, pues las dos proposiciones son inescindibles aunque se las elabore desde plataformas teóricas diferentes.

No trepido en afirmar que la violación de los principios de legalidad en el derecho penal, de juicio previo, independencia del juez e inocencia en el derecho procesal penal, de resocialización en el derecho penitenciario y profesionalidad en el orden policial, ejes insoslayables del sistema penal, ha corrido pareja con la disfuncionalidad de los tres poderes clásicos del Estado republicano, con la invasión de un poder sobre la esfera del otro e, inclusive, con la ruptura del orden constitucional como epílogo, donde ya el correlato aparece directamente entre códigos penales y procesales paralelos o subterráneos, en una línea, y poder dictatorial, en la otra.

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No obstante esta cruda realidad, los movimientos por construir un sistema penal garantista a la par que por recuperar la normalidad institucional, han quedado en pie. Con todos los baches y mutilaciones, el modelo del Estado liberal tradicional corporizado en las constituciones del siglo pasado, ha mantenido su vigencia como meta no lograda, como un programa pendiente de cumplimiento, acompañado de otra deuda incumplida: la producción de las transformaciones económico-sociales exigidas por las grandes mayorías; todos sabemos que, salvo Cuba, las infraestructuras han quedado inalteradas.

Pero, en las últimas dos décadas, este cuadro se ha agravado. La aparición de los denominados nuevos modelos económicos, la tan remanida globalización de la economía, ha traído no sólo la solidificación de las conformaciones económico-sociales sino, también, el fenómeno de la ultraconcentración, mediante el desplazamiento de bienes y servicios hacia los sectores opulentos, a los que José Eduardo Faría llama irónica y gráficamente, los «incluidos». Los efectos sobre la organización estatal están en la vidriera. El estado liberal -repito- con todas sus grietas conocidas, organizó, aunque de modo ritual, una distribución de funciones, creó instituciones de control en áreas de competencia definida: control de los Bancos centrales sobre las operaciones financieras y el manejo de los Bancos, control de las Aduanas sobre las importaciones y exportaciones, control del Ministerio de Economía sobre la producción y el consumo. Dicho de otro modo, reconoció como deber del Estado, la obligación de fortalecer el sector público, la necesidad de priorizar los intereses generales sobre las apetencias e intereses individuales. Todo este andamiaje está en vías de desconstrucción cuando no, ya aniquilado. El desmantelamiento del Estado es la fórmula que arrasa, el traslado de lo público a lo privado abarca no sólo el patrimonio de la comunidad actual y de las futuras generaciones (petróleo, gas, minerales, energía eléctrica, empresas de servicios) sino, también, las funciones tradicionales de control; el recorte opera sobre la infraestructura económico-social y las instituciones.

Nuestro objetivo en estas reuniones persigue un propósito focalizado: la justicia penal que, como dije antes, es sinónimo de sistema penal. Sin embargo, el proceso que tan apretadamente he resumido, no nos es ajeno; la interrelación es bien clara: el seccionamiento de las regulaciones de control significa en el plano sociológico el crecimiento de los delitos contra el orden económico y el medio ambiente, el papel de Page 16 un derecho penal enclaustrado en la marginación social, con un derecho procesal penal que está obligado a seguir sus pasos; la transformación de un derecho penitenciario en fuente de pingües negocios a través de la construcción de cárceles y su explotación por la empresa privada; la sustitución de la policía, guardián clásico de la seguridad, por organizaciones comerciales privadas, con las secuelas ya conocidas: cesión de la investigación estatal y renuncia al tamiz institucional; la jibarización en lugar de la remodelación tan exigida. Una interrogante surge como colofón lógico. ¿En qué medida nuestras proposiciones son viables en el nuevo contexto? ¿de qué modo se puede instrumentar nuestro esfuerzo para obtener su concresión en la práctica social? La respuesta no se puede apoyar exclusivamente en las dosis de optimismo que todos nosotros alentamos, en nuestras metas altruistas; se debe acudir -si es que pretendemos incluimos en la categoría de científicos- al estudio de los procesos al examen de las contradicciones del tejido social, a la detección de las fuerzas emergentes y de las pulsaciones de cada fenómeno, escrutando en todo momento la potencialidad del impulso que crece y su posibilidad de convertirse en un suceso vigente. En otras palabras, se trata de nuestra actuación en el modelo real, en cuyo perímetro, de hecho, ya estamos trabajando, aunque de manera expontánea las más de las veces. Dentro de este modelo real, nuestro protagonismo no se reduce a la crítica; debe apuntar a cada ámbito del sistema penal, desnudando primero cada eslabón retardatario y proponiendo, al mismo tiempo, el esquema alternativo; es cierto que nuestra propuestas opcionales pueden ser sepultadas por la imposición del poder pero, es exacto también, que las reservas democráticas, aún fragmentadas, son históricamente indestructibles. En ellas debemos apoyarnos para un código de intervención mínima, un proceso acusatorio, una ley penitenciaria que propenda a la sustitución de la cárcel y a la policía ajena a la represión. Pero, al lado del modelo real, nuestra actitud consecuente debe dirigirse a un logro más ambicioso, cuyo punto de partida siga siendo el modelo real pero que se despeje en otro modelo: el que podríamos llamar paradigmático o de principios. En América Latina este modelo sólo puede ser la democracia social, o el socialismo, cuya planta ya está instalada en Cuba. La democracia social o sustancial, como la designa Ferrajoli, requiere un Estado de Derecho, dotado de garantías efectivas, tanto liberales como sociales, un todo único que abarque la expansión de los derechos de los ciudadanos y, correlativamente, Page 17 los deberes del Estado que. con una fórmula sumaria, el estudioso italiano define como Estado liberal mínimo y estado social máximo; estado liberal mínimo en la órbita penal, merced a la minimización de las restricciones de las libertades de los ciudadanos y estado social máximo, gracias a la maximización de las expectativas de los ciudadanos y la correlativa expansión de las obligaciones públicas para satisfacerlas. Pero el paradigma del Estado democrático social o del socialismo tiene un presupuesto básico en el sistema penal, que excede la relación sociedad política-sociedad civil; un sentido humanista que está antes y después de las contradicciones entre el poder coactivo y los derechos y garantías individuales. Este sentido humanista -que sin duda es una categoría valorativa histórica- requiere que el sistema penal, como prolongación coactiva del Estado, actúe sólo en (os casos estrictamente indispensables, reconociéndole al infractor la posibilidad de corregirse, cuando ha equivocado el camino; sí aspiramos a un nuevo arquetipo de hombre, debemos contribuir a construirlo también desde la región en que el derecho lo ha convertido en prisionero. Si respetamos este postulado, estoy seguro que alcanzaremos la utopía.

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