
Reflexiones acerca del Estado de Derecho
Revista Cubana de Derecho › Núm. 6, Junio 1992
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Un autor español tan considerado como José Ramón Serrano Piedecasas, ha afirmado que "Una de las mayores conquistas históricas frente a las formas de Estado autoritarias y absolutistas la constituye, sin duda, el Estado de Derecho".
En efecto, el concepto Estado de Derecho tiene ya una historia bicentenaria, pero a él se han remitido corrientes y posiciones teóricas y políticas, no sólo diferentes, sino contrapuestas: enarbolado inicialmente por el pensamiento iluminista, tiene raíces en Montesquieu y Rousseau, pero ulteriormente es matizado por el pensamiento liberal clásico decimonónico; de ese concepto se sirvió, como paradigma político-jurídico, el conservadurismo alemán y el inglés, además de los defensores de la llamada Ciencia del Derecho Público; más tarde lo hicieron suyo los defensores del conocido como Estado del Bienestar General y la democracia social y hasta lo han invocado defensores de posiciones fascistas y nacional socialista. Cuando recientemente, en el contexto de la perestroika se ha hablado de establecerlo en la URSS, se sumó a la diversidad anterior un enorme caudal de opiniones, conceptos y puntos de vista de gran número de juristas y politólogos soviéticos y socialistas en general.
De tal manera, cuando pretendemos algunas reflexiones sobre la esencia del Estado de Derecho, sentimos la desazón de los constructores de la Torre de Babel: parece que todos hablamos lenguas diferentes y estamos condenados a la incomunicación.
Evidentemente, la confusión no se deriva sólo de lo espinoso y abstracto del problema, sino, sobre todo, de que el mismo no puede agotarse con sólo una visión jurídico-formal. Quiérase que no la definición y la reflexión incluso está afectada en medida esencial por la naturaleza política del objeto de estudio.
De tal manera, cuando se aborda la conceptualización del Estado de Derecho, se mezcla el punto de vista político de cada estudioso o
Es ello lo que explica que el Estado de Derecho fuera entendido de una manera clara y rotunda, pero incluso ya opuesta, en los hombres de la Ilustración, especialmente Rousseau y Montesquieu; y que tuviera una lectura diferente, matizada, en los pensadores que alentaron las corrientes del liberalismo clásico, como Locke, Humboldt, Fichte y Capitant. Que asimismo, al organizarse el primer Reich hombres como Gneist y Stahl tuvieran una comprensión diferente, conservadora, sobre el Estado de Derecho, y más tarde aún, Jellineck y Mayer vincularan su esencia con la Ciencia del Derecho Público, y que incluso fascistas sin máscara como Panunzio y Lange se declararan promotores del Estado de Derecho. A ello habría que agregar los matices que introducen los defensores de la democracia social; los neoliberales que se han instalado en el poder mundial con sede en la Casa Blanca y, finalmente, las teorizaciones que se multiplican al respecto en la URSS.
Parece ya hoy fuera de discusión que la noción de "Estado de Derecho" aparece nombrada como tal, por primera vez, en Alemania, en la época de la formación del primer Reich. Sin embargo, el contenido político-jurídico del Estado de Derecho tenía una tradición de elaboración teórica, e incluso práctica que se remonta, según unos, a las concepciones anglosajonas de la Rule of Law, pero sin duda con más exactitud se encuentra en la esencia del pensamiento radical y progresista de los hombres del Iluminismo y la Ilustración, y muy especialmente en toda su constelación ideológica sobre el principio constitucional de organización del estado, la noción de la subordinación de la sociedad a un orden jurídico que tiene en su cúspide a las normas constitucionales y los diferentes mecanismos de freno a la autocracia.
Como acertadamente indica Serrano Piedecasas, siguiendo en ello a Baratta, bien podría hablarse de una historia interna y una historia externa de la evolución del Estado de Derecho.
Para los autores mencionados, las diferentes posiciones sobre el Estado de Derecho, como historia interna se revelan en la oposición entre la concepción alemana, la inglesa y la francesa.
Sin embargo, sometiendo a análisis más profundo el pensamiento de los iluministas, advertimos ya una abismal oposición entre el pensamiento de Montesquieu y el de Rousseau sobre lo que, aún sin llamarlo de esa manera, constituía el eje conceptual de lo que ulteriormente se llamó Estado de Derecho. En efecto, existe en la actualidad una importante escuela o corriente de pensamiento italiana que enfatiza la diferencia esencial entre el pensamiento roussoniano y el de Montesquieu en punto a la ordenación del Estado, su esencia misma, la soberanía y la representación; elementos todos que inciden de modo inequívoco en la organización de un Estado de Derecho.
Como han revelado los indicados Pierángelo Catalano y Lobrano, en las comunes posiciones antifeudales de Montesquieu y Rousseau salta a la vista la oposición esencial. Montesquieu (1689 -1755) noble de cuna abraza las ideas iluministas pero no escapa de los límites y modelos conservadores
Por el contrario, J. J. Rousseau
No es este artículo lugar para profundizar en el pensamiento roussoniano, acerca de las bases sociales de subversión de la feudalidad.
Sin embargo, baste indicar que inspirado en el arquetipo deontológico del contrato social, aspiró a un Estado democrático en el sentido directo, en cuanto para él la soberanía pertenece absolutamente y de modo indeclinable e inajenable, al pueblo, que no la puede declinar y ceder mediante el expediente de la representación. Para Rousseau, la democracia, como poder del pueblo, se opone medularmente a la representación. El poder popular sólo puede realizarse verdaderamente de modo directo, mediante el plebiscito público permanente. Eleva en ese sentido el modelo romano del tribunado y se opone a la tripartición de poderes por considerarla expediente ceñido a equilibrar las fuerzas al interior de la maquinaria estatal, cuando lo esencial es lograr que ésta sea efectivamente la expresión del poder directo del pueblo.
De esta posición de medular oposición parten las líneas divergentes de la doctrina sobre el Estado de Derecho.
Baratta advierte con sagacidad la línea separadora, cuando señala que las distintas concepciones al respecto se integran sobre el sentido diferente que se brinde al concepto de soberanía.
En cierta medida, por allí anda la cuestión, aunque no es ese precisamente el centro vital. En realidad, el concepto de soberanía depende desde Rousseau y Montesquieu, y en los autores siguientes, de la esencial comprensión que tengan acerca del poder del pueblo, de la democracia como efectiva expresión de ese poder.
En efecto, posteriormente vemos que en la Francia revolucionaria del siglo XVIII, se erige el concepto de soberanía de la nación
Eso explica que en esa comprensión ulterior acerca de la democracia como representación y soberanía de la nación, el principio de la tripartición de poderes devenga piedra angular del constitucionalismo francés y elemento de sin par garantía para evitar los excesos autocráticos. Por supuesto, en la tripartición de poderes, la fuerza principal, el foco de decisión tiene que estar en el órgano legislativo, cuya supuesta independencia y constitución representativa, sintetizan la soberanía nacional y son garantía de legitimación.
En Inglaterra, por el contrario, mediando otras circunstancias históricas de elaboración de estos conceptos y diferentes avenidas de realización y consolidación del dominio de la burguesía revolucionaria, la teoría del Estado de Derecho adoptó otros puntos de vista, y se le hizo descansar en otros valores. En efecto, la burguesía holandesa se había adueñado del poder desde 1609 e Inglaterra inicia su revolución burguesa en 1643, pero en ella desempeña el papel protagónico, el Parlamento. El Parlamento inglés databa de 1297 y resultó de la lucha que libraron los barones, propietarios de tierras, criadores de carneros contra Eduardo I de Gales. En los avatares de las luchas revolucionarias de la burguesía inglesa, el Parlamento pudo conciliar con la Corona e imponer su poder en alianza con ésta. De tal manera, allí se formó también el concepto de soberanía nacional representada la nación por el monarca y el Parlamento. No pudiendo ubicarse la defensa contra la autocracia en un órgano legislativo absolutamente popular y representativo, opuesto al ejecutivo, el concepto de soberanía se vincula, conjuntamente, a las Cámaras legislativas y a la Corona y entonces, a fortiori, la garantía de legitimidad del sistema, depende de que quien gobierne esté limitado por el orden jurídico del Common Law, es decir, el Derecho consuetudinario recogido en la jurisprudencia.
Por el contrario, en Alemania, que llegó con evidente retraso al proceso de asiento y consolidación de la economía burguesa y de conformación del estado democrático-burgués, la noción de soberanía no pudo desvincularse del peso de la monarquía y de la recidumbre del pensamiento político y jusfilosófico que se había integrado en torno al autocratismo, lo cual explica que en la doctrina alemana, la soberanía se vincule al Estado en abstracto, con evidentes reminiscencias hegelianas, encarnado sin embargo, en la persona del monarca.
Allí las fuerzas democrático-burguesas no pudieron imponer una versión democrático-representativa siquiera, con preeminencia del órgano
De tal modo, uniendo dialécticamente la historia interna y la historia externa de la noción Estado de Derecho, advertimos en la elaboración histórica del concepto una arrancada común que enseguida alcanza una esencial bifurcación: se trata de la lucha por un estado que se opone al autocratismo monárquico- feudal.
Sin embargo, el modelo Rousseau es el radical democrático que se opone a la democracia representativa como elemental quid pro quo
Ulteriormente en Francia se abre paso el modelo Montesquieu y se elabora la noción de soberanía nacional y democracia representativa, mediante la elección, especialmente del órgano legislativo y la tripartición de poderes como medida de equilibrio contra el peligro del autocratismo. En Inglaterra, como ya vimos, el modelo varía, pero se asocia en el fondo a la búsqueda de una estructura estatal de suficiente legitimación y la contención del autocratismo mediante el predominio del common law. Como corolario debe obtener la plena garantía de las libertades y derechos individuales del ciudadano. Como vimos, en Alemania, por circunstancias singulares, a esto último queda reducido el paradigma sustancial del Estado de Derecho.
Lamentablemente, con una u otra vertiente de integración, empiezan a advertirse las fisuras y debilidades del modelo a que se aspiró con tanta devoción: en Alemania, pese a las amargas experiencias del régimen fascista -cuya existencia muchos endilgaron ingenuamente al positivismo jurídico- empieza a formarse la sospecha de que el sistema judicial no puede garantizar los derechos humanos si no se inscribe en un aparato estatal que tenga ese propósito como voluntad política central. De nada valen entonces, en medio de la desazón, los intentos teóricos de dividir Ley y Derecho y erigir casi un culto místico al segundo. El mal parece estar en la esencia política del problema. Los que pusieron sus esperanzas en la vertebración de un aparato estatal, con representatividad y mesurado por la sabia tripartición de poderes empiezan a ser asaltados por la inquietud: la representación es cada vez más formal, inoperante, burocrática, enajenante. Quizás Rousseau se sonreía en su tumba. Es la burla y el escarnio mismo de la democracia. Los que creyeron encontrar en la democracia representativa el ábrete sésamo de la libertad, constatan, aunque sigan renegando de Rousseau que el apellido desvirtúa al nombre.
Además, son asaltados por otra inquietud: no importa que los derechos fundamentales se hayan vinculado a las más altas normas jurídicas, emanadas del cuerpo legislativo, incluso del constituyente, y como tal gocen de rango constitucional. Se va haciendo evidente que el orden normativo, hacia abajo de la Constitución, no es muy eficaz al respecto y los dictados constitucionales, las más de las veces son sólo formulaciones deontológicas. Las normas jurídicas de rango inferior entran en franca crisis en todo occidente, y pierden credibilidad.
En una palabra, Europa occidental y Estados Unidos claman por el Estado de Derecho y lo exigen imperiosamente a los países del derrumbado campo socialista, y muy particularmente a aquellos que, nadando contra la corriente, siguen aferrados a una opción no capitalista. Y sin embargo, cada vez con más fuerza se duda de la funcionalidad de los modelos erigidos como Estados de Derecho; cada vez con más amarga crudeza se advierten sus falacias y fisuras.
Como señalara sardónicamente Eduardo Galeano, uno de los mecanismos de la vasta y complicada monarquía del sistema de democracia representativa "se llama democracímetro y cumple la función de medir el mayor o menor grado de democracia que existe en cada país. Por regla general, los medios masivos de comunicación, que fabrican opinión en el mundo difunden las mediciones en este aparatito y las convierten en inapelables veredictos de Occidente".
Eso explica que se simplifique el vuelo libertario del Estado de Derecho y se reduzca al modelo de la llamada "democracia representativa", que cada vez es menos representativa, y nunca fue democracia.
El principio de la tripartición de poderes, que como hemos visto tiene una historia interna y externa bien concreta, derivada no precisamente de las posiciones burguesas más revolucionarias, se ha erigido en paradigma del Estado de Derecho, y el democracímetro occidental se detona alarmado cuando advierte alguna limitación al principio; mucho más cuando abiertamente se le ignora. No importa que, en esencia, para la politología inglesa, en la historia interna del Estado de Derecho ese principio no sea significativo. Y tampoco para la ciencia política alemana. Ahora todos olvidan su propia historia política y constitucional y hasta sus prácticas y estructuras y hacen coro a la tripartición de poderes como fundamento sine qua non del Estado de Derecho.
Sin embargo, no sólo se echó de menos en la base conceptual de Albión y Alemania. Apenas se registra su historia interna se advierte que es sólo un expediente, valioso sin dudas, para la contención de las fuerzas sociales y políticas en el poder. Es protección "al interior"
Pero de nada sirve de garantía contra la autocracia "hacia fuera", hacia los gobernados, hacia el pueblo. El poder se divide y se vigila al interior, pero se galvaniza y se fusiona hacia el exterior. Y aparece frente al pueblo -salvo raras coyunturas políticas- como orgánico, homogéneo e indiviso. Impenetrable además.
De cualquier modo, el análisis de los componentes teóricos del Estado de Derecho no estaría completo sin detenernos en otro de sus elementos: el referido al espinoso problema de la legalidad del poder o su legitimación.
Es inevitable que cualquier indagación al respecto, pase por algunas reflexiones jusfilosóficas. Pero es bueno advertir que cuando se agota esa especulación jusfilosófica, salimos de la lid con las armas melladas y sin una satisfactoria respuesta de compensación. Y es que nuevamente hay que consignar que en la base de cualquier respuesta al respecto hay, necesariamente, un absoluto contenido político, clasista; con toda la carta de pragmatismo que supone lo político y los intereses clasistas en pugna, cuyo choque, al decir de Marx, constituye la base y la explicación de toda la historia de la humanidad hasta nuestros días
Un simple vistazo a la evolución del pensamiento jusfilosófico al respecto nos brinda un saldo desconcertante.- no hay respuesta unívoca; universalmente acatada, racionalmente aceptable, en torno a la legitimidad del poder.
Tomando la evolución del decursar jusfilosófico al respecto, en tres de sus hitos esenciales, advertimos las posiciones que van desde el directo pragmatismo autocrático y promonárquico de Jonh Austin
Las concepciones de J. Austin constituyen un extremo del discurso teorético: la legalidad de un sistema, su intrínseca legitimación es algo que escapa de lo jurídico y es asunto dramáticamente fáctico, real, o dicho con palabras que Austin evadía: político.
Es el mismo Austin el que dice conclusivamente:
"... el poder del soberano propiamente dicho, o el poder de un conjunto soberano, no puede ser objeto... de limitación legal. Un monarca o conjunto soberano de personas que estuviera sujeto a un deber, estaría sometido a un soberano superior, es decir, un monarca o un grupo de personas soberanas sujetas a un deber legal, serían soberanos y no soberanos. El poder supremo limitado por el derecho positivo es una contradictio in términi".
Kelsen, fundiendo y confundiendo Estado y Derecho, evadió todo elemento sustentador de la legitimidad del primero refugiándose en la por él llamada "norma fundante básica", que no es más que una conducta hipotética fundamental, derivada del a priori kantiano traspuesto al terreno del Derecho. Ahora bien, esa norma fundante deriva su validez, según el jurista austriaco, de la condictio sine qua non, es decir, de la condición sin la cual no habría estado y, por tanto, no puede ser producida por ningún órgano de la comunidad jurídica, no puede ser de valor jurídico.
Hart, que parece resumir las expectativas de una poderosa corriente jusfilosófica occidental, se enreda en la urdimbre de sus especulaciones sobre el mandato, la orden, la obediencia, las reglas o normas que producen deberes, obligaciones y potestades, para concluir de modo también defraudatorio, en que la legitimidad del estado proviene de la llamada "regla última de reconocimiento" que se emparenta y entronca con el criterio de Austin y de Kelsen en igual derrota: esa regla última de reconocimiento no puede encontrar su validez en el sistema jurídico, sino en lo descarnadamente fáctico, político.
Es que, quiérase que no, la legitimación de la misma sociedad que generó lo más conspicuo del pensamiento jusfilosófico moderno, es decir, la sociedad burguesa, nació de un acontecer fáctico descarnado y violento: las grandes revoluciones burguesas de los siglos XVII, XVIII y XIX. De ahí que incluso la teoría de la revolución como fuente de Derecho, sea admitida casi indiscutiblemente entre todos los autores, pasando por George Meyer; Anschuz; los seguidores de la teoría política francesa, entre otros Gaudu y Smein; pasando por el mismo Kelsen y concluyendo en hombres como Max Weber, E. Lederer y
A. Vierkand.
Los mecanismos ulteriores de legitimación, se implementan entonces como quien cierra un círculo. O como el perro que se muerde el rabo: todo se reduce a que el poder estatal tenga equilibrio interno (traducción occidental de que se resguarde del autocratismo) y sea representativo, es decir, se mantenga sobre un andamiaje electoral, por muy formal que este sea. Claro que cuando la teoría política burguesa contemporánea se muerde el rabo, no lo hace siempre con la misma ingenuidad que el perro. Es verdad que como admite el mismo Sartori
Pero tras el endiosamiento de los términos no es muy difícil descubrir, las más de las veces, la acción del democracímetro. El medidor de democracia no sólo brinda resultados inexcusables, sino que establece, de forma igualmente irrecusable, las unidades de medida.
Para que haya Estado de Derecho debe haber, ante todo, tripartición de poderes. Sin embargo, ya vimos que tal concepto no estuvo en lo más radical del pensamiento revolucionario iluminista, ni alentó la apreciación del Estado de Derecho en la teoría política inglesa o alemana.
Además, para que haya Estado de Derecho, -sigue diciendo el democracímetro- tiene que haber legitimidad, es decir, gobierno representativo avalado por un sistema electoral. Ahora el democracímetro se apresura a establecer otra unidad de medida: ese sistema electoral, solo puede ser funcional si se apoya en el pluripartidismo o, al menos -del lobo un pelo- en el bipartidismo.
Sin embargo, no es justo que echemos por la borda la historia política de la humanidad, sólo porque ésta haya sido falseada por el liberalismo primero, el totalitarismo después y ahora por el neoliberalismo.
No se trata, a mi juicio, de revocar o desechar esa historia, sino, por el contrario, rescatarla, arrancarla de manos de los que la escarnecen. Como no se trata de rechazar la aspiración a la democracia, no obstante, que teóricos como Sartori saquen de un plumazo al marxismo de esa aspiración.
Estamos en tiempos, en que las falsedades y errores de un modelo de sociedad socialista han limitado la credibilidad en el proyecto marxiano y leniniano del socialismo.
Del mismo modo, no se trata de abandonar los principios electorales. Aunque no nos deslumbremos con las engañifas de la representación. Se trata, por el contrario, de perfeccionar esos modelos. Entonces nos habremos aproximado al ideal prístino del Estado de Derecho.
Ello nos irá llevando, junto con todo el proyecto socialista, a la consagración plena y real de los verdaderos derechos humanos; a su garantía verdadera. Sobre todo esto hay que trabajar, como ya se
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